domingo, 5 de junio de 2011

Historia de una Espada Quebrada - Capítulo 1

    Frío. Siempre hacía frío en el pueblo de Rivera. Daba igual la estación, verano, invierno, primavera u otoño, siempre soplaba un gélido suspiro por todo el valle que contenía al pueblo y su tímido río. Daba igual si era de día o de noche, porque el frío era el mismo: y eso que ya era medianoche. Nunca nevaba, pero no le faltaba muy poco para conseguir una nevada eterna en el valle. Y como siempre, los lugareños de Rivera, o descansaban en sus cálidas casas de madera, protegidos bajo las brasas, o en la Taberna del Ojo Loco, la posada-bar de copas de Rivera, lugar de borrachos agricultores, o aventureros perdidos en el Reino Rojo.
    
    Como de costumbre, las únicas luces a esas horas de la noche eran las de la taberna, y las únicas voces, las de los bebedores clientes y las de los lobos de la lejanía. Soledad helada en una noche tan poca amable. Carente de vida, si no fuera por la extraña figura envuelta en ropajes negros como el firmamento de aquella medianoche. Sus pasos, erráticos, tenían, al parecer, como destino la concurrida taberna.
   
     La figura no tardó mucho en alcanzar el viejo portón de la taberna, el cual abrió con un golpe seco. Media taberna le miró inquisitiva un lapso de tiempo, que tan rápido cambió a indiferencia como llegó el aventurero. Se aproximó a la barra, dirigiéndose directo al posadero, un hombre cuarentón de barriga cervecera, calvo y de rostro amigable. Este reparó enseguida en el visitante de negro, al cual le dedicó una sonrisa; la única que apareció en toda la taberna al reparar en su presencia.
  
    -¡Pero mira quién tenemos aquí!- soltó el posadero a modo de saludo-. Si es mi viejo compañero de batallas Leu. Había oído hablar de tu muerte en la batalla de la semana pasada cerca de las montañas, en la frontera, pero veo que se volvieron a equivocar, ¿o no, viejo amigo?
  
    -Hola, Bob- saludó Leu, en tono neutro, casi por obligación y sin gana alguna-. Sírveme lo de siempre, por favor.

  -Claro hombre, ¡y a la primera invita la casa, como siempre!

  Una cerveza rodó hasta en frente de Leu. Cálida y colorida.  Sin dudarlo, Leu la agarró y vació en un suspiro.

  -Y dime Leu, ¿qué tal tu último trabajito?- preguntó Bob, entre  la curiosidad y la ironía-. Supongo que no habrá sido tan rápido como los demás, si han circulado por el pueblo rumores sobre tu muerte…

  -Trabajo dices…- murmuró Leu, perdido en sí mismo.

  Bob lo miró dubitativo un segundo, pero enseguida esbozó una cordial risa, ronca y grave.

  -Ya sabía yo que tú ibas a la guerra por algo más que la paga de soldado… por algo no te apodas el Rebanador- se giró al resto de la taberna-¿¡Verdad, chavales!?

  Grandes vítores salieron de la concurrida sala, entre brindis y halagos carentes de sentido, gracias al milagro del alcohol. Leu parecía ajeno a todo aquel alboroto, porque no se inmutó ni lo más mínimo. Simplemente, se limitó a observar su jarra de cerveza vacía, vacía como su mirada.

  -Ajajaja- rió Bob tras apaciguarse el griterío-. ¿Me equivocó o qué? ¡Leu Humass el Rebanador, soldado del glorioso Reino Rojo, el terror del campo de batalla! Si hay alguien en esta sala que disfruta con la muerte, ese eres tú, amigo.

  Leu no respondía, absorto en sus pensamientos…

Y toda esa sangre derramada
por mi voraz espada,
¿para qué?

Yo te diré para qué.
Para absolutamente nada.

-¡Vamos, Leu! ¡Anímate! Esta noche feliz te la debemos a ti. A saber cómo andaríamos si no llegas a estar en aquella batalla y el ejército celeste hubiese llegado a Rivera. ¡Pero para eso estás! ¡Para matar a esos bastardos, por lo menos…!

¿Bastardos… por lo menos?
¿Eran bastardos todos
los que clemencia me pidieron?
¿No merecían como poco
disfrutar de todo esto?

En qué nos hemos vuelto…
En qué me he vuelto…

-¡…por lo menos, a mil o más! ¡Es lo que se merecen esos perros! ¡Rebanados, sí señor! ¡Porque tú, Leu, amigo, eres el glorioso Reb…!

No llegó a terminar la frase. Leu le había agarrado velozmente la garganta, y con un rostro neutral, pero rebosante de furia, había desenvainado su espada, que había estado oculta entre sus negros ropajes. Toda la taberna enmudeció al unísono. Bob, a su vez, empalideció y balbuceaba sin parar.

-¡L-Lee… amigo! –conseguía decir a la vez que trataba de respirar-. Cálmate… anda… sólo era… era una bromita de nada… suéltame… ¡qué me sueltes he dicho!

El rostro de Leu se oscureció, y sus ojos se cruzaron con los de Bob. Y este pudo ver la mayor ira y rencor contenido que jamás había visto o llegaría a ver. Un miedo garrafal recorrió todo el cuerpo del pobre posadero. ¿Quién era aquel demonio que una vez fue su amigo y compañero de armas? Bob fue a decir algo, pero la súbita voz de Leu lo paró en seco.

-Los verdaderos bastardos son ustedes, panda de sanguinarios sin corazón. En las montañas no yacen los cadáveres de perros salvajes o monstruos. ¡¡¡Son seres humanos que sientes, sufren y lloran como tú, maldita rata gorda!!! ¡¡¡Jamás perdonaré a aquellos que han dejado que el fin del mundo llegase!!! ¡¡¡Ni a ustedes, ni a mí mismo!!! Pero le pondré fin…

-L-Leu…- trató de decir Bob- ¿Qué te ha pasado? ¿Qué ocurrió en las montañas? ¿Por qué no…?

Nunca nadie sabría el final de esa frase. El puño de Leu golpeó la cara de Bob, que acabó derribado en el suelo. Inmediatamente, varios comensales se levantaron contra Leu, espadas en mano, pero él fue más rápido. Ni un segundo pasó hasta que cayeron al suelo, inertes. La silueta de Leu se difuminó y como un rayo, abandonó la taberna. Sus pisadas cubiertas de sangre se perdieron casi al instante en la madrugada. Algunos salieron en su busca, pero los que no le encontraron a él, encontraron la muerte poco después.

Bob se incorporó, dolorido y estupefacto. ¿Qué demonios había ocurrido en la batalla de las montañas para que Leu hubiese hecho tal cosa? Él, el héroe del Reino Rojo. ¿Por qué?

La sombra de Leu abandonaba el valle rápidamente. Aún con la espada manchada en mano, corría veloz, siguiendo hacia el sur el río que partía del pueblo. Sus pasos aún estaban teñidos de rojo muerte, igual que su mirada, igual que su espada.

¿Para qué,
dime?
¿Para qué?
Esto jamás lo quise…
Jamás…

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